En las tierras
montañosas de toda la Cordillera Cántabrica y, con ellas, en la comarca geográfica
(que no administrativa) de Picos de Europa, la cocina fue hasta hace muy poco
el espacio principal de las casas. La
vida transcurría en ella. Allí se comía, se dormía, se charlaba, se
preparaban los alimentos, se amasaba o, simplemente, se pasaba el tiempo al
calor del llar. Muchas viviendas solo
tenían una cocina y un cuarto para dormir, porque en siglos pasados no existieron algunos fenómenos modernos, como el consumismo o el
confort. Estaban
acostumbrados a vivir con un traje para el invierno y otro para el verano, con
los aperos y utensilios justos para desempeñar las tareas agrícolas, ganaderas
y comerciales, y con el mobiliario doméstico más austero que facilitara algún lugar para sentarse, otro para dormir y otro para calentarse y cocinar. No hacía falta
nada más para la existencia humana. La casa era, en esencia, poco más que un
lugar que protegía de las inclemencias.
No existía el
concepto de decoración, ni conciencia o necesidad alguna de tener que adornar
la vivienda. Solo se poseía lo que se necesitaba.
No había intimidad
porque, a menudo, los miembros de una familia dormían juntos y las casas
carecían de la compartimentación del espacio a la que estamos acostumbrados en
la actualidad. Además, el espacio se compartía con los animales, al
quedar la cuadra en los bajos de las viviendas, muy cerca de los lugares de
habitación humana.
No existía el
concepto de confort.
No había WC ni
cuartos de baño. Los excrementos humanos terminaban en la cuadra o en el corral
y el aseo se hacía con una jofaina, si se hacía. La mayoría de los cuartos de baño
de las casas de Sajambre empezaron a construirse en los años 70 y 80 del siglo
XX. Esto no solo sucedió en el concejo de Sajambre, sino que fue tónica
predominante en el medio rural español, y en algunos casos también urbano, hasta
bien avanzado el siglo XX.
Las casas
carecieron de agua corriente hasta la Edad Contemporánea. A por agua se iba a
las fuentes públicas con cántaros y herradas, salvo que existiera algún
pozo en el corral. En los documentos sajambriegos de los siglos XVII y XVIII,
solo se documenta un pozo en el corral de la casona que poseyó en Ribota el
cura párroco, Toribio Díaz Prieto, a comienzos del siglo XVIII. Normalmente
eran las mujeres las encargadas de ir a por agua a la fuente en los pueblos de
España. Pero en las ciudades existía el oficio de aguador, que se encargaba de
recoger agua, transportarla en burros y repartirla por calles y plazas.
Las viviendas
eran, en general, lugares insalubres y mal ventilados para combatir los rigores
climatológicos. Los únicos vanos en las fachadas eran la puerta de entrada y
algún ventanuco en la cocina o en el cuarto. Sin cristales, porque el vidrio no
llegó a todos los bolsillos hasta su fabricación industrial en el siglo XIX. Solo
los edificios nobles, como las iglesias, y algún palacio podían tener vidrios o
vidrieras. Los demás tapaban las ventanas en invierno con pieles, cortinas, pergamino o se cerraban con contraventanas de madera. Por esto, el interior de las casas era también un espacio muy mal
iluminado. La iluminación artificial era a base de velas, con palmatorias y candiles como mucho (candelabros en las casas ricas); hasta finales del siglo XVIII no existieron lámparas de gas en las ciudades; y la electricidad llegó a Sajambre en el siglo XX gracias al indiano, Félix de Martino. La multiplicidad de huecos o su tamaño en las fachadas de las
viviendas fue indicativo de un nivel social más elevado o de un cierto
enriquecimiento de sus dueños. En Sajambre, las ganancias de la arriería y de la
carretería permitieron la construcción de algunas casas (pocas) con elementos
nobles, como ventanas o puertas en arco de medio punto.
Los interiores de
las casas eran lugares insanos porque las cocinas eran de humo, con el llar
como centro. Algunas llegaron al siglo XX. Al no haber chimenea, el humo impregnaba techos y paredes, ennegrecidos por
ello. El humo se aprovechaba para curar los productos de la matanza. No se tenía ni idea de
lo extremadamente dañino que es el humo y los ahumados para la salud humana. Las cocinas de chimenea se utilizaron en la Edad Media. Los manuscritos medievales están plagados de miniaturas que las representan. Pero el mundo rural del norte cantábrico siguió prefiriendo las cocinas de humo durante toda la Edad Moderna. Fueron mayoritarias hasta el siglo XIX, no solo en Sajambre, y en muchos pueblos llegaron algunas hasta el siglo XX.
No existía
demasiada preocupación por la limpieza doméstica. No aparecen útiles para estos
quehaceres en los inventarios de bienes y hasta el siglo XIX no se inventó la
escoba. Hasta que no empezaron a abrirse comercios de proximidad en el siglo XX,
los sajambriegos fabricaban escobas rústicas con ramas silvestres. Las migas y
restos de comida por los suelos seguramente eran engullidos por las pitas
y algún gato o perro. Cuando en los inventarios de bienes se procede a la
descripción del estronco de casa, es decir, el contenido de las
viviendas, aparecen siempre las gallinas dentro de las casas de morada. Nunca se habla de gallineros,
normalmente se describen junto a los objetos que había en las cocinas. Por
cierto, solo en 2 casos de 153 documentos consultados aparecen perros y gatos,
en concreto, 1 gato y 1 mastín. Es decir, estos animales no poseyeron valor
material para los sajambriegos de los siglos XVII y XVIII. Seguramente, el gato
se valoraba solo como cazador de ratones y el mastín por su desempeño con el
ganado.
La higiene no tuvo
ningún interés para aquellas sociedades porque no se conocía el fundamento biológico
de la enfermedad. Las ciudades estaban algo más avanzadas en esto que el medio rual, pero hasta el siglo XVIII no se iniciaron las preocupaciones
políticas por el higienismo. Fueron los ilustrados los que lo difundieron en España, aunque con razonamientos todavía alejados de las causas científicas de
las patologías. Por ejemplo, se achacaba a los malos olores la razón de muchos
contagios. Este fue el principal motivo que llevó a Carlos III a obligar a
construir los cementerios fuera del casco urbano de ciudades y pueblos, porque
la costumbre de enterrar a los muertos bajo el suelo de las iglesias hacía la
estancia en ellas a menudo insoportable. Las disposiciones carolinas se
cumplieron de forma irregular en el medio rural. Oseja es una de las poblaciones
cuyo cementerio está todavía dentro de la población y, además, en el mismo centro
urbano.
Como se sabe, la
primera vacuna (viruela) no existió hasta finales del siglo XVIII y los
microorganismos causantes de enfermedades infecciosas no se descubrieron hasta
el XIX. A principios del XX todavía había médicos en España que no creían en los
microbios, lo que hoy son los virus y bacterias, y escribieron libros negando
su existencia. Es decir, en el Sajambre de los siglos XVII y XVIII no se sabía
por qué se producían los andancios, de ahí que no se preocuparan demasiado por el
hacinamiento, por la higiene, ni tomaran precaución alguna en el contacto
continuo con los animales.
Otra cosa distinta
son los objetos de distinción social que poseyeron las clases altas, que les proporcionaban comodidad y refinamiento. En la Edad
Media, un noble no solo pertenecía a los grupos privilegiados de la sociedad,
sino que también tenía que parecerlo. Es decir, debía vestirse y vivir acorde
con su estatus. Eso era lo que se entendía como “decencia” y ese es el origen
de la expresión “nobleza obliga”. Esta mentalidad tuvo continuidad en la
sociedad estamental del Antiguo Régimen. De manera que, en las casas de los más
acomodados de Sajambre, encontraremos objetos de ostentación y, con ellos, un
incipiente consumo de lo que, en aquel ambiente, se entendió como objetos de
lujo. Pero, aunque el 80% de la sociedad sajambriega perteneciera a la baja
nobleza (la hidalguía) y no existiera en la tierra nobleza titulada, ni el
lujo, ni el confort afectó a todos. Al contrario, la mayoría fueron pobres o
muy pobres, tanto que, a pesar de ser hidalgos, trabajaban con sus manos para
sobrevivir. Como ya manifesté en otros artículos, al hilo de otros temas, en el
siglo XVII solo destacaron los Piñán y los curas. Es a partir de 1696 cuando
empieza a observarse una pequeña diversificación en los objetos de uso
cotidiano de algunas casas, con un incipiente interés por novedades, por piezas
suntuarias o por ciertos utensilios y mobiliario que demuestran un cambio de mentalidad.
Por último, el
menaje de cocina informa también sobre las convenciones de urbanidad en la
mesa, o la ausencia de ellas. Veremos cómo en esto también existió una
importante diferenciación entre las casas de los ricos y las casas de los
pobres. Por ejemplo, durante todo el siglo XVII los únicos cubiertos que aparecen en la mayoría de los inventarios son la cuchara de hierro, que era el cucharón que se usaba en el caldero, y la esplena para las sartenes. La sopa se bebía directamente de la escudilla y el
resto se comía con las manos, ayudándose de alguna rebanada de pan. La mayoría
de los sajambriegos no tenía mesas en las cocinas, a veces solo un escaño y
casi nunca manteles. Las servilletas eran un lujo que solo poseían los ricos. Tampoco
se documentan vasos, ni tazas, ni jarras en la mayor parte de los hogares del
siglo XVII. Se bebía con la escudilla o, en su caso, con la bota de vino.
Un problema
importante de estas fuentes documentales es la inexistencia de objetos
domésticos relacionados con la cocina en muchos inventarios masculinos. Esto se
debe a que muchos utensilios fueron bienes privativos que la mujer aportaba al
matrimonio en su ajuar y cuya propiedad conservaba hasta su muerte. Ese ajuar
es el “carro de trastes” o “carro de ajuares” que se menciona en algunos
documentos. Así, en el ajuar que recibió
la hermana de Gonzalo Piñán de Cueto Luengo cuando se casó con Juan Díez en
1653 se hallaba lo siguiente: dos pares de manteles, una caldera de cobre, una cuchar,
una esplena, un asador, dos hoces de pan, una cuchilla para la masera, un cazo
de cobre, un cedazo, una peñera y un maniego con dos docenas de platos y
escudillas de madera, además de ropa de cama, vestidos de su cuerpo, una azada
y 50 ducados de arras. Esta información procede de un memorial anexo porque lo
habitual, en las cartas de dote, es que solo se incluyan las cantidades
monetarias, tierras, prados y ganados y se aluda genéricamente al “carro de
ajuares”, pero sin enumerar su contenido.
El mobiliario y
los complementos domésticos de los hogares sajambriegos del 1600 y del 1700
aparecen retratados en los documentos de la época con los siguientes términos: trastes,
ajuares, bastigas, alhajas y, en general, estronco de casa. En el
período más antiguo, que aquí comprende los años 1600 a 1695, solo encontramos
dos tipos de casas: pobres y ricas, sin situaciones intermedias. Eso sí, dentro
de la pobreza, había individuos mejor y peor abastecidos. El siglo XVIII fue distinto, en él se encuentra una mayor variedad de situaciones.
Por último, he de
decir que he utilizado un total de 153 documentos conservados, compuestos por inventarios
post mortem (la mayoría) y algunos de otro tipo, en los que se
enumeran mobiliario y utensilios de cocina. De esos 153 documentos, solo
encontré información útil en 89 (42 del siglo XVII y 47 del XVIII). Vamos a centrarnos primero en el siglo XVII para apreciar, después, los cambios que se observan en el XVIII. Tales cambios se empiezan a detectar en Sajambre a mediados de la última década del 1600, por lo que he establecido
la frontera cronológica en el año 1695.
SIGLO XVII
(1600-1695). COCINAS Y MESAS DE LA GENERALIDAD DE LA POBLACIÓN DEL VALLE
Todas las cocinas de Sajambre fueron de humo en el 1600, excepto la única de chimenea que tuvo el palacio Piñán. La mayoría se componían del llar y sobre él un caldero
que, en esta época, era de hierro. Incluso en las casas de los ricos, donde
también había calderos de cobre, no falta el grande de hierro. Este caldero, en el que se cocinaba, colgaba de las cadenas del llar. Por eso, tales cadenas aparecen justo antes o justo después de los calderos de hierro en
los inventarios sajambriegos. En algunas viviendas había calderos más pequeños u ollas que se colocaban sobre la trébede para cocinar.
Las cadenas de hierro para el caldero aparecen en esta época con las
siguientes denominaciones: pregancias (1600), clamiyeras (1652), “unas
clamiyeras de yerro con sus garfios y travesías” (1677) y llarias (1662, 1669,
1677), incluso se registran “unas medias llarias” (1699).
En la cocina tradicional solía haber un banco de madera corrido en forma de U, a menudo pegado
a la pared, con o sin brazos, que, a veces, tenía una mesa abatible. Es lo que hoy se conoce como escaño. No obstante, en el
pasado un escaño también fue un banco de madera corrido sin mesa, o un banco de
madera con brazos para dos o más personas con o sin respaldo y con o sin mesa,
o un simple banco para sentarse en la cocina. La primera vez que se documenta
un escaño en Sajambre es en 1675, sin especificar de qué tipo, en casa de Juan
de la Puente, de Ribota. Estaba en su cocina porque se incluye entre
otros artilugios domésticos propios de dicha estancia. En 1677 se registra “una
mesa vieja y un escaño desarmado” en casa de Victorio Alonso, de Oseja.
No hay más mobiliario en las cocinas del siglo XVII, aunque en
ellas, o en algunas de ellas, debía haber alguna mesa, como la que estaba desarmada en la vivienda de Victorio Alonso, pero no se especifica su función. No aparecen maseras en el siglo XVII en las casas pobres, tampoco vasares o armarios de ningún tipo. Por su parte, se entendía que el horno formaba parte de la arquitectura de la cocina. Solo se menciona cuando se encontraba fuera de dicho espacio.
Entre los recipientes para almacenar, transportar u otros útiles
que aparecen en las cocinas se encuentran: calderos pequeños, “una olla de
traer agua” que tenía en 1675 María Martín, vecina de Oseja y viuda de Juan de
Acevedo; alguna herrada (1661) para lo mismo y cántaras para agua o vino; pellejos y botas de vino; artesas para echar
manteca (1675), peñeras y cedazos para cribar la harina, pesas y toda suerte de cestería.
Dejo para el final el menaje de cocina y la cubertería. Son escasas las “ollas gitanas”, es decir,
metálicas y más frecuentes las sartenes (era masculino en Sajambre: el sartén) y
los cazos. El sartén era siempre de hierro y los cazos podían ser de hierro o
de cobre. No se registran trébedes, pero tenía que haberlas para poder
colocar las sartenes y ollas sobre la lumbre o sobre las brasas. Tradicionalmente, una trébede
era un armazón de hierro con tres pies que servía de soporte a cazuelas y
sartenes. Con el tiempo y por extensión, la encimera de las cocinas modernas se
llamó (y se llama) “trébede” en Sajambre.
Abundan también les cuchares, con el plural siempre
en asturiano. El singular es “la cuchar” y el plural, “cuchares” o “cuyares”. La cuchar siempre era de hierro y se relaciona con el
caldero. En la mayoría de las casas solo había una cuchar, por lo que
claramente se usaba en el caldero. No aparecen otras cucharas que estas, ni siquiera de madera. Este hecho indica que no usaban la cuchara para ingerir alimentos. Teniendo en cuenta que todos eran artesanos de la madera y que fabricar cucharas para comer no debía resultarles demasiado oneroso, esta total ausencia indica una falta de costumbre. Para lo que hoy hacemos con las cucharas, se servían ellos de las escudillas o del pan.
Hay también esplenas y algo que no faltaba
en ninguna casa: platos y escudillas de madera. Su número variaba según los
casos. Veamos.
Lo más frecuente era que la gente tuviera una docena de platos y
escudillas. Es lo que más se repite en los inventarios. Siempre de madera, así
se especificaba, y si se daba el caso de que fueran de otro material, el
notario dejaba constancia porque su valor era más elevado. En el siglo XVII nos
encontramos con algunos que superaban la media: como los Piñán (lo veremos
enseguida), o como la docena y media de
platos y escudillas de Juan González (Soto, 1659) o 14 escudillas y 4 platos (Catalina Díez, Ribota, 1665) y otros que se
quedaban por debajo, como “media docena de platos y escudillas” (Inés Amigo, viuda, Pío, 1667; y Victorio
Alonso y su mujer, Oseja, 1677); 4 platos y 4 escudillas (María Martín,
viuda, Oseja, 1675); 7 escudillas y 1 plato (María Redondo, soltera, Pío, 1677)
o solo 3 escudillas (María de la
Puente, viuda, Pío, 1675).
En dos casos de 1659 y 1675 aparece un “asador”, es decir, una barra puntiaguda de hierro que servía para remover la lumbre y que se usaba también en el tallado de la madera.
Nadie comía sobre manteles en la mayor
parte de las casas sajambriegas antes de 1696. No usaban servilletas. No
conocían el tenedor. No aparecen los cuchillos, aunque debían tener instrumentos cortantes para trabajar la madera y trocear los alimentos, aparte de puñales, que debían ser “multiuso” como armas defensivas u
ofensivas, para el trabajo en general, para la matanza y para otras
circunstancias. En el siglo XVII, ese instrumento ya pudo ser una navaja,
porque los cuchillos abatibles se habían inventado precisamente en España a
finales del siglo XVI. Al menos, uno de los hijos del primer Tomás Díaz de la Caneja,
llamado Pedro, tenía una navaja en 1670, con la que asesinó a su primo, Toribio
Díaz, a causa de una disputa por una partida de naipes el día de Nochevieja.
La conclusión es que la mayor parte de los
sajambriegos del siglo XVII comía con las manos en los escaños o bancos de las
cocinas, sin mantel, ni refinamiento de ningún tipo, sin comodidad y sin higiene.
SIGLO XVII (1600-1695). COCINAS Y MESAS DE LOS RICOS
Para documentar este período entre la clase alta de la sociedad
sajambriega solo hay documentos relativos a los Piñán de Cueto Luengo,
que son suficientemente expresivos. Debe pensarse que el arcediano, Pedro Díaz, no vivía en Sajambre y que, cuando su madre estaba en Oseja, se hospedaba en casa de los Piñán o, es de suponer, que con alguna de sus hijas. Los principales documentos de la línea principal de los Piñán son el inventario de bienes
de Marcos Piñán, el de su hermano, el cura de Oseja y Soto y comisario de la
Inquisición, Domingo Piñán, en su casa palacio de Oseja, el ajuar de una de sus
sobrinas y una serie de testimonios resultantes de la actividad notarial o judicial
con información útil.
Antes de 1636 se ponían manteles para comer en la residencia que Marcos
Piñán tenía en El Casar, de Soto, una “morada con cocina, bodega de amasar y cuatro aposentos
dormitorios”. Estos cuatro aposentos marcan una diferencia importante con las casas de todos sus vecinos en la primera mitad del siglo XVII, en las que solo había un aposento y, a menudo, ni siquiera eso. Marcos Piñán tenía una buena posición económica, con numerosas propiedades en Soto, algunas recibidas por
herencia de su padre, el escribano Gonzalo Piñán, quien casó con una
Juana González de Coco, que se llamaba igual que la fundadora de la capellanía
de la Virgen del Pópulo quien, a su vez, vivió y murió en Madrid, pero que estuvo
emparentada con su homónima sin ninguna duda (quizás fueron tía y sobrina),
porque dejó al cura Domingo Piñán, hijo de la primera y al que la segunda llamaba su “sobrino”, como primer beneficiario de dicha capellanía. Aparte de las
propiedades y rentas heredadas, Marcos Piñán debió haber hecho algo de fortuna
vendiendo vino en Asturias.
En su inventario post mortem del 31 de julio de 1636 figuran
“tres mesas de manteles”, aunque en su casa hubiera una cocina tradicional con
su llar y su caldero. Para esa fecha de
1636, su hermano, el clérigo e inquisidor, ya había terminado de construir un
palacio rural en Oseja, que fue el único edificio del valle que tuvo una
cocina de chimenea en su planta baja. En el piso alto hubo una segunda cocina
de humo a uso de la tierra. “Con su cozina alta y vaja”, siguieron repitiendo
los documentos familiares durante todo el siglo XVII.
El comisario Piñán no tuvo nada que se nombrara como ‘escaños’, pero
sí “tres bancos de respaldar”,
tres taburetes y dos sillas, todo de madera de nogal (1652). Tuvo también, al
menos, dos mesas que se cubrían con “manteles
alemaniscos, unos pequeños y otros grandes, con quatro serbilletas de la misma
tela y otra serbilla (sic) en una
pieça, que es decorada a los manteles grandes alemaniscos, de largo todo
hermano. Más unos manteles ordinarios de lienço, de cada día, con media doçena
de paños del mesmo lienço. Más otros dos paños de manos labrados de ilo leonado
y negro, de manos”. Es decir, Domingo Piñán, sus sucesivas barraganas y sus hijos, no comían en la cocina, sino en una dependencia aparte donde había una mesa que a diario se vestía con manteles de lienzo y
servilletas del mismo género. Para ocasiones especiales tenía servilletas
y manteles bordados de tejidos más nobles y de importación, calificados de “alemaniscos” por su
procedencia germana, aunque seguramente se adquirían en los mercados de paños de Segovia o en alguna feria bien abastecida, como la de Medina del Campo.
La cubertería que poseía el palacio Piñán cuando murió su primer dueño se componía de “doce cuchares de plata y dos tenedores, doce cuchillos en
dos caxas”. Los tenedores eran una absoluta novedad en Sajambre y aquí sí vemos
cuchillos (no la vulgar navaja que usaba el pueblo llano), de plata y con una
clara función en el servicio de mesa.
La vajilla se componía de las siguientes piezas: “Tres
taças de plata y una jarra de plata…. Más un salero de plata y dos de Talabera...
Más dos açeiteras de estaño… Más tres doçenas de platos y escudillas de Talabera.
Más un pipotillo de echar binagre… Más quatro doçenas de escudillas y platos de
madera, ordinario de casa...”. O sea, para uso diario se comía en platos y
escudillas de madera, como el resto de los sajambriegos, solo que el comisario
tenía cuatro docenas. Para ocasiones más solemnes, sacaba la vajilla buena, que
era de loza de Talavera (tres docenas). Todo se acompañaba con complementos de
plata y cerámica (jarras, tazas, saleros, aceiteros, etc).
En las cocinas tenía el siguiente instrumental: “Cinco
jarros y pichetes de estaño, de una açunbre y media y de puchera… Más una olla
de estaño oro pelada que haçe una puchera… Más dos almireçes con sus manos... Más
tres ollas de metal i hierro que llaman jitanas. Más quatro calderos y una
caldera de cobre, y los calderos de hierro. Más dos caços de cobre y una tarta
y una caçuela todo de cobre... Más nuebe queros de traer bino que llaman
pellexos… Más tres badillos y dos
caballetes de asar carne y dos tiellas y un sartén y dos cuyares
de fierro... Más tres herradas de traer agua... Más dos pares de clamiyeras de
casa. Más dos xarros de açunbre de madera”. En el ajuar de 1653 aparece “una masera”,
que veremos proliferar en las casas del valle durante el siglo XVIII. En
concreto, “una cuchilla para la masera”. Por cierto, en la casa Piñán, aparte
de las cocinas, había “un
aposento donde se amasa el pan para dicha casa”, o sea, el horno estaba en un espacio independiente de las cocinas.
En los inventarios de los Piñán de esta época no se especifica el material de los almireces o morteros, quizás
por eso no eran de bronce. La olla de estaño dorada quizás fuera un objeto de
ostentación para servir los guisos en la mesa. Los badillos tenían
una función similar a los asadores, la de remover las ascuas en el horno.
*
En resumen, los Piñán de Cueto Luengo no solo
tenían en el siglo XVII la casa de mayores dimensiones de todo el concejo,
considerada palacio en la Real Chancillería de Valladolid, y una capilla
señorial de bóveda enfrente de la casona, sino que el interior era acorde con el
estatus de sus dueños, hidalgos notorios de solar conocido. Pero otros muchos
sajambriegos que también fueron hidalgos notorios por nacimiento nunca llegaron
a igualar en fortuna a los Piñán, porque estos últimos fueron enriqueciéndose de
distintas maneras a lo largo de varias generaciones, destacando ya en el
siglo XVI cuando vivían en Soto. Lo
cierto es que, en el XVII, estaban a años luz del resto de los
sajambriegos. Ahora bien, esto es válido para el pequeño marco de la
sociedad rural sajambriega de aquella época y, si acaso, para alguno de los
concejos circundantes con perfiles socioeconómicos parecidos, porque la fortuna
de los Piñán habría sido irrisoria para los más ricos de ciudades como Oviedo o
León y no digamos en la corte de Madrid. Por tanto, todo ha de relativizarse y
entenderse en su contexto.
Al mismo tiempo, cuando cualquiera entraba en la casa del comisario del Santo Oficio, Domingo Piñán, contemplaba una sucesión de objetos de ostentación en cada estancia, porque no solo poseyó lo que aquí se ha descrito, sino también cortinajes, cuadros con óleos en las paredes, candelabros, espejos, bargueños, escritorios o una nutrida biblioteca. Y la cuestión es que sus paisanos frecuentaban el palacio, bien porque trabajaban como sirvientes, o porque trataban allí asuntos de iglesia o de negocios (más de medio concejo de Sajambre tenía ganado en aparcería con Domingo Piñán), o porque acudían a pagar las rentas (más de medio pueblo de Soto vivía en casas alquiladas a Domingo Piñán, tantos otros de todos los pueblos llevaban prados suyos y muchos tenían prestámos hipotecarios con él), o porque iban de visita, pues el cura se molestaba si cuando nacían sus hijos, no acudían sus feligreses a su casa para darle la enhorabuena. Que un cura post tridentino tuviera hijos era un escándalo al estar penado en los cánones del concilio. Pero Domingo Piñán tuvo varios hijos. Porque podía. Y nunca le pasó nada, a pesar de haber sido denunciado. También se construyó un palacio al llegar a Oseja en 1621. Porque podía. Y una capilla funeraria cuya advocación era la de su nombre: Santo Domingo. Porque podía y la había pagado él y así perduraría su recuerdo por los siglos de los siglos. Todavía existe en la actual iglesia de Oseja la capilla de Santo Domingo. Empezamos a entender cómo los objetos de lujo relacionados con el refinamiento y el confort que disfrutó Domingo Piñán, frente a la modesta forma de vida de los restantes sajambriegos (incluidos los otros hidalgos notorios), adquiría un significado simbólico (de prestigio y poder) en las mentes de sus convecinos.