jueves, 21 de enero de 2010

LOS CEMENTERIOS DE OSEJA Y LAS PREFERENCIAS FUNERARIAS DE SUS FELIGRESES (2).

Durante toda la Edad Media, el Antiguo Régimen y parte de la época contemporánea los vecinos de Oseja se estuvieron sepultando dentro de la iglesia de Santa María o cerca de sus muros exteriores, bien en el atrio o bien en sus inmediaciones. Veíamos en el post anterior cómo todavía en el año 1828 un feligrés pide que se le entierre bajo el arco de Nuestra Señora.

Si mis informadores no se equivocan con sus recuerdos, en la zona de La Cortina más cercana a la actual iglesia se encontraron hace años restos de tumbas de lajas, que debían formar parte del cementerio medieval en donde estaban sepultados los que no pudieron hacerlo intramuros por su status socio-económico.

Debido a las preocupaciones de los ilustrados por la salubridad pública y por evitar los males que provocaban, según se creía entonces, los efluvios dañinos de la putrefacción de los cuerpos, Carlos III promulga una ley (Real Cédula de 3 de abril de 1787) en la que prohibía los enterramientos dentro de las iglesias y en el interior de las poblaciones. Por diferentes motivos de carácter económico (negativa de las jerarquías eclesiásticas a perder los ingresos de los derechos de enterramiento), social (resistencia a abandonar los panteones privados) o de mentalidad (se creía que cuanto más cerca se estuviera de un altar antes se alcanzaba el paraíso), esta ley no llegó a cumplirse hasta finales del siglo XIX y en ciertos casos, como el de Oseja, jamás se obedeció en su totalidad. No obstante, los habitantes del lugar comenzaron a enterrarse fuera de la iglesia de la Asunción de Nuestra Señora en el año 1855.

Esto fue así porque cuando el obispo de Oviedo, don Ignacio Díaz-Caneja y Sosa, decidió sustituir la vieja fábrica de la que fuera Santa María de Oseja por la iglesia que hoy se contempla a mediados del siglo XIX, incluyó en el proyecto la construcción de un nuevo cementerio que habría de situarse fuera del templo aunque siguiera estando dentro de la población. Y así ha permanecido desde entonces.

Lo cierto es que aquella milenaria costumbre de enterrarse en el interior de las iglesias si no dañina, era desde luego muy molesta; y el primer agradecido por trasladar el cementerio debió ser el propio cura de la parroquia porque, a diferencia de las jerarquías eclesiásticas, los clérigos que trabajaban -permítaseme la expresión- a pie de campo eran los que más sufrían las incómodas consecuencias de esta repugnante tradición.

A diferencia de las capillas privadas “de bóveda”, es decir, con un subterráneo abovedado o cripta, la mayoría de las iglesias rurales del Antiguo Régimen poseían un suelo de tierra o cubierto con inestables tablones que era removidos una y otra vez para enterrar y desenterrar cadáveres y despojos. Ni las tumbas eran lugares herméticamente cerrados, ni tampoco eran sepulturas perpetuas, ya que periódicamente se abrían y reabrían para sacar los restos y reutilizar las fosas, ni los templos eran espacios bien ventilados, ni se guardaba en ellos la mínima higiene que hoy exige nuestro conocimiento de los microorganismos patógenos, ni se evitaba el hacinamiento de los fieles, ni éstos acostumbraban a asearse, ni... Supongo que ya se ha captado la idea.

Esta situación provocaba hedores insoportables que se agravaban en momentos de epidemias y grandes mortandades, lo que sucedía con demasiada frecuencia en aquellos tiempos. Aparte de todo esto, era costumbre celebrar responsos cantados o rezados sobre las sepulturas el día del entierro, en el cabo de año, durante los días festivos o en cualquier fecha que hubiera dejado encargada el difunto en su testamento. Durante estos rituales se quemaba gran cantidad de cera, lo que unido a la humedad y a la escasa ventilación del lugar debía hacer tremendamente penosa al sentido del olfato la permanencia en tales espacios.

A la institución eclesiástica le costará mucho trabajo desterrar de la tradición popular la costumbre de encender cirios sobre las sepulturas que, además, iba acompañada en muchos casos de prácticas no precismente ortodoxas. “Iten mando se diga sobre mi sepoltura responso cantado los domingos y fiestas y que me ofrezca María Díez, mi hixa, lo que fuere de su gusto y pudiere” (1643); “mando sobre mi sepultura los domingos y fiestas de quatro años un responsso canttado” (1711); “más se le passan diez y seis reales de dos libras de cera que se gastaron en alunbrar los días festibos sobre las sepulturas” (1714); “itten quarenta y ocho reales de tres libras de cera para alumbrar la sepultura del difunto” (1796); “ciento y veinte reales de quince libras de cera que se gastaron sobre su sepultura” (h.1790); etc.

Hasta 1855 que se finaliza el nuevo cementerio debió estar vigente lo que ya Alfonso X estableciera en Las Partidas: la prohibición de edificar alredededor de las iglesias por respeto a los enterramientos que allí se hacían. De manera que así debemos imaginar el espacio que rodeaba a la primitiva Santa María de Oseja en el barrio de Caldevilla.

Digamos para finalizar que existe un lugar conocido como Cementerio Viejo, a las afueras de la población, del que no sabemos si se utilizó como campo santo mientras se reconstruía la iglesia en el siglo XIX o si se trata de un cementerio mucho más antiguo y, si así fuera, mucho más interesante también.

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